domingo, febrero 08, 2009

Fábula

El día que capturaron una sirena
Por Antonio Prada Fortul

(Asociación de Escritores de la Costa//Parlamento Internacional de Escritores del Caribe)

Todo el rosario de islas, islotes y pequeños atolones que circundan el caribe cartagenero forman un edénico lugar, lleno de leyendas narradas por los nativos mayores, que muchas veces rayan en la fantasía.
Muchas de esas historias se remontan a tantos años, que de tanto contarlas de generación en generación, algunas han sido cambiadas completamente.
Edemberto Barrios Medrano nació en Barú, antiguo asentamiento de caribes y cimarrones africanos, lugar que se caracteriza por su hermosura, y por la inmensa riqueza arqueológica que se encuentra casi a flor de tierra.
Edemberto a quien le llamaban el Cabo Edem, era capitán de altura y en los últimos años, capitaneó un barco costanero que navegaba entre San Blas y Cartagena. El Cabo Edem, era un hombre de mar, una persona para quién el océano no tenía secretos, había navegado por todos los mares del mundo y en esos momentos, una enfermedad que lo aquejaba, lo había apartado de su actividad que copaba toda su vida: ¡Navegar!.
Me contó hace mas de treinta y cinco años cuando estábamos sentados en la proa de un pequeño esquife navegando rumbo a las islas, que hace muchos años le contó su bisabuelo que frente a Barú, en un lugar conocido como “Playa de los muertos”, había una pequeña isla llamada “La isla del Mohán”.
Tenía una vegetación tierna y sus pobladores, vivían del contrabando, la pesca y la siembra de tubérculos y frutas, especialmente patillas y melones, en tiempos de cosecha del melón, el olor dulzón de la fruta, se regaba por todas las islas vecinas.
Cierto día los pescadores al tender el boliche para la pesca sintieron una resistencia inusual en este. Pensando ellos que habían capturado un cardúmen de júreles o róbalos, empezaron a jalar con entusiasmo.
Cuando el “copo” estaba cerca de la orilla, lo arrastraron hasta esta, y vaciaron el contenido en las blancas arenas.
Al retirar la red con las piezas capturadas, notaron que enredada en el fondo de esta, estaba una hermosa mujer de cabellos inmensamente negros, casi azules, los cuales sobrepasaban su cintura, tenía unos senos perfectos cuyos pezones de color dorado, los tenía al descubierto.
La sorpresa de todos los pescadores y curiosos de la isla, aumentó al ver que de la mujer capturada por esos hombres de mar, desde la cintura hacia abajo, tenía figura de pez, con escamas verde brillante que despedían destellos tornasolados llenos de una luminosidad casi cegadora. La mujer lloraba y se dirigía a los pescadores en una extraña lengua, los ancianos se acercaron y le recomendaron a los hombres que la soltaran, la sirena lloraba y señalaba al mar.
¡Suéltenla!…reiteraban los ancianos
¡Suelten a esa mujer o tendremos problemas muy serios!
La mujer seguía llorando y abriendo sus ojos desamparados señalaba al mar con desesperación lanzando gritos lastimeros, mostrando los senos hinchados de los cuales empezó a manar un líquido de color nacarado.
Los ancianos insistían en que la devolvieran al agua pero los pescadores aducían que era de ellos y que la iban a vender en Cartagena.
El patrón de la barcaza, insensible al clamor de los ancianos, mandó a construir un guacal para encerrar a la hermosa mujer que lanzaba angustiosos gritos mientras repetía estas palabras: “Pedí, Pedí, Pedí dicomu”.
Toda la mañana estuvo encerrada en el guacal la hermosa sirena.
Desesperada, gemía lanzando gritos lastimeros al mar que como un eco, seguían el curso de las corrientes oceánicas y de los vientos ciclónicos de esa hermosa isla del caribe.
A las once de la mañana, un fuerte remolino de gran turbulencia, se produjo frente a las playas de la isla y al amontonarse los habitantes para ver que pasaba, emergió en medio de las aguas, la figura erguida sobre las olas de un hombre con cola de pez.
Haciendo señas a los habitantes gritaba en un español perfecto: ¡Suéltenla que es mi esposa!...Levantando simultáneamente a una criatura con la misma apariencia de ellos gritaba y desesperado a los pescadores: !Suéltenla que se muere, necesita estar en el mar¡ . . . ¡Por favor! Gemía mientras unas lágrimas verdosas del color del mar, resbalaban por las mejillas doradas por los soles de los océanos de los tiempos: ¡Suéltenla¡ seguía gritando desesperadamente.
El niño a su vez en el regazo de su padre, haciendo uso de ese don premonitorio que tienen los recien nacidos, lloraba incesantemente a su madre que agonizaba deshidratándose en el guacal colocado cerca de la orilla.
Mientras tanto el sol y las corrientes salinas de las brisas secas de la isla, la salitrosa humedad de ese extraño entorno, causaban estragos en la sirena que se estaba consumiendo a pasos agigantados.
Los ancianos le suplicaban al patrón de la lancha que soltara a la sirena y este riéndose dijo: No señor... Voy a capturar a los otros para completar la familia.

En esos momentos fallecía la sirena enjaulada y simultáneamente su pareja que estaba en el agua, lanzó un potente grito de dolor, ira e impotencia que se escuchó en todo ese archipiélago. El mar se encrespó violentamente y un fuerte aguacero se desgajó sobre la isla a pesar que en esa fecha nunca llovía.
Los ancianos, conocedores de todas estas cosas concluyeron en que era un mal augurio esas señales inusuales del mar.
En las horas de la noche una brisa helada sopló sobre la isla llenando de temor a sus habitantes; misteriosamente, todas las embarcaciones fueron desvaradas y soltadas en el mar al capricho de las corrientes marinas que las alejaban cada vez más de la orilla.
Al día siguiente había desaparecido el guacal con el cuerpo de la sirena.
La marea empezó a subir lentamente cubriendo las playas y caletas.
Extrañamente había cambiado el curso de la corriente y las aguas llenaban cada vez más el ámbito de la Isla del Mohán.
Los pobladores sintieron terror cuando vieron en los cantiles, en los bajos y en todos los alrededores de la isla, una cantidad inusitada de tiburones merodeando agresivamente, en esos momentos se percataron que todos los botes varados en la orilla y los que estaban acoderados entre sí, habían desaparecido. Sintieron un miedo tan profundo que algunos empezaron a lanzar alaridos de histeria al ver en la cresta de las olas, la pareja de la sirena capturada, cargando a su hijo y que se enseñoreaba en el mar dando gritos ininteligibles, gritos de rabia, indignación, gritos de venganza, completamente incomprensibles para los pobladores.
Solamente entendían una expresión que mas o menos era así: ¡Perimene metá!
y después gritaba con su potente voz: ¡Ela dó tsalaza. . . Ela, Ela dó!
Un sabio anciano curandero en la isla, comentó a los isleños que este ser, lo que hacía era darle órdenes a los elementales del agua y a los tiburones que cada vez, se acercaban mas a la orilla mientras la marea subía apresuradamente.
Los ancianos de sienes blancas, rogaban para que el hombre mitad pez, no despertara con sus adoloridos alaridos, al poderoso Orisha Olokun, una de las divinidades del mar, el mas fuerte y misterioso camino de Yemayá que vive en el fondo de los mares y cuyo poder es demoledor.
El agua empezó a inundar las casas que estaban cerca de la orilla, todos empezaron a buscar las tierras más altas en busca de protección, la marea había cubierto totalmente el amarradero y seguía subiendo de manera lenta pero pareja.
Los habitantes de Barú, miraban impotentes como se tragaba el agua la isla del Mohán, unos osados pescadores que lanzaron sus embarcaciones para rescatar a los moradores de la isla, fueron embestidos y devorados por los tiburones, ante la mirada horrorizada de vecinos y familiares que nada pudieron hacer por ellos.
Estos voraces escualos, como si se hubieran puesto de acuerdo o una mente superior los guiara, se lanzaron arremetiendo con fuerza contra las pequeñas embarcaciones, hasta voltearlas una por una.
Mientras tanto el agua subía lenta pero continuamente anegando completamente los salinos esteros y toda la superficie de la isla.
Los habitantes estaban montados en el techo de las viviendas buscando resguardo de la incontenible marea, ocasionalmente uno que otro caía al agua y era devorado por los hambrientos tiburones que simplemente se dedicaban a esperar que cayeran los isleños de sus refugios.
A las tres de la tarde, solo quedaba un niño con vida el cual estaba fuertemente aferrado a una precaria tabla. Los tiburones pasaron a su lado sin mirarlo.
Todos los habitantes de esa hermosa isla fueron victimas de la ferocidad de los escualos, solo se salvó de morir devorado por estos, el niño de doce años, el cual fue conducido sano y salvo por la fuerte corriente del nordeste, hasta las playas de la isla de Barú donde lo esperaba ansiosa toda la población para socorrerlo.
En una curiosa caravana, los tiburones abandonaron el lugar con rumbo a los mares ignotos de los tiempos perdidos, la isla en un rugido sobrenatural, se fue hundiendo hasta desaparecer completamente, en las profundidades abisales del Océano que en ese lugar de Barú, tiene una de las mas grandes profundidades de la costa caribe de Cartagena de Indias.
Desde las profundidades, emergió el extraño ser con su hijo en los brazos, remolcando un lecho de algas y de verde tarulla, donde reposaba para siempre la sirena de sus sueños.

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